sábado, 28 de julio de 2012

Nueva novela policial: TAMPOCO ES EL FIN DEL MUNDO

Hace un tiempo empecé a escribir historias que podríamos catalogar, y así lo han hecho algunos, como policiales. Sin embargo, en lo que a mí respecta, sólo puedo decir que mi aspiración al escribirlas ha sido proponerme ejercicios creativos relacionados a ciertas formas del realismo, incluso del naturalismo y del realismo sucio (cuya primera muestra seguramente fue La noche que no se repite, editada en Perú hace dos años por los amigos de Ediciones Altazor). No hay allí innovación alguna en los aspectos formales, pero tampoco hay énfasis en los consabidos mecanismos de la trama pertenecientes al subgénero policial. O al menos no los hay desde la conciencia. La escritura de estas novelas policiales para la Colección Cosecha Roja de Estuario Editora (HUM), de las que la primera ha sido Ya nadie vive en ciertos lugares, ha convivido en el tiempo con la escritura de una serie de cuentos de tema mítico (yo llamo a esta serie Remitificaciones) que abarca algunos relatos con personajes de la mitología nórdica, otros pertenecientes a la mitología griega y otros del ciclo mitológico azteca, sin dejar de mencionar un relato que he llamado “El Dios Verde”, proveniente de la estricta realidad histórico-mítica de los pueblos uruguayos del litoral (estos cuentos saldrán a la luz durante 2013, según los planes de la editorial con la que trabajo). También con la escritura de una novela un poco más extensa de corte apocalíptico, que avanza de forma lenta pero segura, y con la revisión de una serie nueva de cuentos eldorianos. O sea, no he priorizado significativamente la escritura de tema o corte policial sino que la he intercalado con otras tareas, otros intereses. El personaje que unifica estas novelas es un conocido de algunos de ustedes, Agustín Flores, de quien no diré demasiado, esperando que tal vez alguien se interese y lo conozca de la mejor manera: leyendo lo que le pasa. Los temas abordados en cada una de las novelas son aquellos que de alguna manera u otra me conmueven desde hace algún tiempo: los crímenes demasiado violentos (¡vaya extraña categorización!), la dinámica de la venta de drogas, las fugas (tengo cierta tendencia a comprender a quien se fuga de la autoridad, como queda claro en No siempre las carga el diablo, las coincidencias de corte trágico. Hace unos meses, mientras delineaba la tercera novela con Agustín Flores como protagonista, me ocurrió algo ciertamente llamativo. Coincidí (hablando de coincidencias, aunque esta no es trágica sino todo lo contrario) en el ómnibus de regreso a San José con un viejo conocido mío de otras épocas, aunque no tan lejanas. Mi conocido, a quien conversar le gusta más que cualquier otra actividad humana, tuvo la feliz idea de sentarse a mi lado, incluso ignorando un grosero fingimiento de mi parte al intentar hacerme el dormido (infructuosamente, gracias a los hados). El hombre, que venía uniformado, se sentó a mi lado y comenzó a preguntar lo clásico: “¿qué es de tu vida?, ¿la familia?, ¿y aquello de los libros? Yo como siempre, en el Penal”. La mención al Penal de Libertad me despertó totalmente. Tenía claro que en la siguiente novela el tema debía ser el de las cárceles. También tenía bien definido el disparador: al periodista y escritor Agustín Flores le sería encargado un libro con relatos de presos. Y ahora tenía a mi lado a alguien que podía ilustrarme acerca de casi todos los tejes y manejes del ambiente. ¡Y con plena disposición a hablar! ¡Y yo había intentado ignorarlo! (La próxima vez me mostraré más humilde y menos soberbio.) Las siguientes dos horas (gracias a Dios el ómnibus era de camino y paraba muy seguido) me proporcionaron muchísima información de valor acerca de la vida en una cárcel como el Penal. Por supuesto que mi interlocutor se cuidó de mencionar nombres y, por allá como a la mitad de lo que para entonces se había vuelto una entrevista, se dio cuenta de que todo lo que estaba diciendo tenía destino de libro. Incluso me alegré de prometerle que, tras su retiro, le ayudaría a escribir sus memorias como guardia de la cárcel desde el año 1986. La capacidad evocativa de mi fuente, vale decir de mi conocido, demostró ser prodigiosa. Me relató muchísimas anécdotas e historió para mí el proceso de deterioro extremo en el que se fue hundiendo el penal desde hace no tantos años. Pero sobre todo me habló de primera mano acerca de su propia forma de tratar a los presos, una forma nacida del sentido común y de la experiencia y que le asegura a él, en tiempos en los que impera el caos, cierto relativo respeto. Por supuesto que pregunté por cosas que necesitaba saber. ¿Cómo se mueve un preso en la cárcel? ¿Qué puede hacer y qué no? ¿Cómo es que ocurren las violaciones? ¿Cómo se dividen las distintas bandas? ¿Pueden dirigir desde allí lo que ocurre afuera? ¿Cómo es que matan a otros si supuestamente están vigilados durante el día y trancados durante la noche? ¿Cómo es el lugar donde reciben las visitas conyugales? ¿Qué pasa con los abogados? ¿Y con el Comisionado de cárceles? ¿Y con los políticos? ¿Cómo es la interacción entre los presos y los policías que los vigilan? Tenía la idea, el tema y el leit motiv, y ahora, finalmente, me había llegado una información valiosísima y de primera mano. Sólo debía ponerme a escribir, cosa que hice de forma más o menos frenética durante poco más de tres meses, entre diciembre de 2011 y marzo de 2012. En el medio pensé mucho sobre qué es un preso, qué representa un preso para sí mismo y para el resto de la sociedad, y escribí sobre el tema en el Primera Hora de San José y en alguna otra publicación por allí. Creo que en mí latía, y late aún, un miedo secreto: el miedo de convertirme en un preso alguna vez. Recuerdo que el origen de este miedo, tan fuerte en mí hoy en día, fue una conversación con un escribano y ex compañero de clase del liceo y que desde hace unos años trabaja como actuario para el juzgado. Mi amigo dijo en aquella oportunidad algo que desde entonces me genera desazón: “ir en cana es la cosa más fácil del mundo… salir a la calle es una lotería… no sabés si volvés a tu casa o no… de gente normal te estoy hablando… ¿sabés cuántos casos así he visto? Perdí la cuenta.” Y por supuesto que el miedo, para este escritor al menos, es un muy buen combustible. Casi no lo hay mejor. Justo al terminar la novela (ahora sí, una penosa coincidencia trágica) comienzan a ocurrir una serie de sucesos ominosos en el Penal de Libertad, que imagino no habrán sido todavía olvidados, a pesar de que la maquinaria de entretenimiento-información no haga otra cosa que presentarnos todo el tiempo dramas tremendos para sepultarlos a los quince minutos con otros todavía peores. Dentro de todo lo que significaron los motines, los incendios, las muertes, hubo algo positivo: se empezó a hablar de las inhumanas condiciones que hombres y mujeres padecen en el presente en los centros de reclusión más grandes. Y en medio de toda esta polémica de si hay que gastar en los presos o no, de si deben o no pagar por lo que rompen, etc., etc., saldrá a la calle en estos días Tampoco es el fin del mundo, una novela que intenta penetrar ese mundo miserable en el que hemos dejado que se convierta el Penal de Libertad. Por supuesto que esta humilde novela no pretende ser nada más que eso. Pero como autor estoy contento con mi intuición a la hora de escribir una historia con estos vectores, con estas fuerzas, con esta problemática. No hay “mensaje” consciente en Tampoco es el fin del mundo. No hay denuncia social consciente. No hay expresión de opinión consciente. Lo que sí hay es el intento personal de ficcionalizar un ámbito y una forma de vida sobre la que no hay una tradición literaria en nuestro país. Es inevitable mencionar aquí un muy buen libro sobre tema carcelario escrito en Uruguay: Trincheras de Papel, de Alfredo Alzugarat. Pero no es un libro de ficción sino una excelente aproximación a los escritores que surgieron en Libertad (y en otras cárceles) en tiempos de dictadura. De aquel penal lleno de presos políticos que tuvieron en la lectura su único desahogo y que -aun en medio de terribles torturas físicas y psicológicas- fueron capaces de fundar y llevar adelante una biblioteca con varios miles de ejemplares (remito al libro de Alzugarat mencionado arriba), a la realidad actual, parece haber mediado un universo de distancia. De aquella cárcel salió gente que después se dedicó a diversas formas del arte, entre ellas la escritura. Claro que no todos tuvieron esa suerte, pero ante la realidad actual cualquier intento de comparación se vuelve de inmediato obsoleto. Así como creo que Trincheras de papel busca ahondar en las repercusiones culturales de un establecimiento de reclusión en determinada coyuntura, y desde la realidad, Tampoco es el fin del mundo busca, con las herramientas del realismo, reivindicar un terreno donde crear historias, y en este sentido he tenido muy presente la hermosa (y dolorosa) novela El fondo de nadie, de mi amigo, el escritor paraguayo Juan Ramírez Biedermann, que transcurre en una cárcel asunceña de baja seguridad, y de la que también he aprendido mucho. O sea, simplemente, historias. Historias más que nunca actuales. Irremediable y penosamente actuales. Un intento de hacer literatura desde la realidad.

3 comentarios:

Fabián Muniz dijo...

Felicitaciones, Pedro. ¡Qué produccion la tuya!
Un fuerte abrazo.

PD: Me quedé (nos quedamos, probablemente) con ganas de verte allá en Minas.

Fabián Muniz dijo...

* producción, debí poner.

Pedro Peña dijo...

Gracias Fabián!!! Sí, la verdad es que ya van dos años en los que falto...cosas atravesadas por todos lados. Sé que nos veremos pronto!!! Fuerte abrazo!!!