sábado, 3 de agosto de 2013

CAMPO

Cuando niño pasé la mayoría de mis vacaciones en la casa de mis abuelos en el campo. Se trataba de una pequeña porción de tierra de treinta hectáreas en la zona de Tranqueras Coloradas, a diez quilómetros de Raigón y a quince de San José. En mis primeros años, mis años sin hermano, mis padres me llevaban allí en bicicleta, sentado en un asiento especial que habían adozado al manubrio. De esos viajes solo recuerdo imágenes breves, apenas destellos del camino, tonos de verde, algunos árboles muy viejos y las palmeras del tramo de la ruta 11 que une el puente carretero con la estación de Raigón, y que todavía están allí. En años posteriores íbamos en una vieja cachila anaranjada de los años cuarenta con caja de madera que mi padre se había comprado con la intención de traer cosas de la quinta de mis abuelos para la casa de la ciudad. Verduras, leche en tarro, quesos, flores que mi abuela después vendía en el mercado. Mi lugar en la cachila era la caja, sentado sobre algún buzo viejo, alguna frazada de ocasión o algún tronco que cumpliera la función de taburete. La cachila no tenía amortiguación de ninguna clase. Picaba en cada pozo del camino y sus ruedas finas se empantanaban con facilidad en el arroyo que había que cruzar para llegar a los ranchos. Más de una vez hubo que uncir los bueyes para sacarla del atascamiento. Sin embargo, todo aquello tan problemático para los adultos no dejaba de tener su lógico atractivo. Mi abuela siempre tenía monedas para darme. Claro que debía hacer algo para conseguirlas. Algo como trabajar. Aprendí a ordeñar a mano. No había muchas vacas. Apenas diez o doce, de las que me tocaban solo tres o cuatro, mientras el Pocho (peón-socio de mi abuelo) se ocupaba del resto. Mi problema mayor consistía en evitar que las vacas recién paridas «subieran» la leche para sus terneros, lo que hacían endureciendo la ubre y aflojándola a voluntad. A las nueve regresábamos a la cocina del rancho para el segundo desayuno. Rato después volvíamos a las faenas de la mañana. El Pocho colgaba un enorme tacho de hierro de un trípode y preparaba la leña. Medía la cantidad de suero exacta para la leche que habíamos ordeñado y la cuajaba. Parte del líquido se hacía cremoso y luego había que cortarlo con una paleta de madera muy fina que se pasaba como dibujando pequeños cuadrados para un tablero de ajedrez gelatinoso. Entonces encendíamos el fuego y colgábamos un termómetro del borde del tacho. Había que alcanzar cierta temperatura (que ahora no recuerdo) y mantenerla estable durante un par de horas. La cuajada se iba achicando hasta que solo quedaba una pasta hecha de grumos que debíamos revolver durante una hora. Al final la colábamos y sujetábamos con unos paños amarillos, la apretábamos en una horma y después la prensábamos con piedras y maderas dispuestas para ello. Para entonces ya serían las once y media. Mi abuelo había dado de comer a las gallinas y regresaba de la quinta. Venía de arar la tierra con los bueyes o de carpir los yuyos con la azada. Traía en un balde negro algunas verduras que de inmediato limpiaba, pelaba y ponía en una olla. Mientras tanto mi abuela había terminado de limpiar los canteros de las flores y cocinaba el almuerzo o preparaba los pormenores para la carneada del fin de semana. Al mediodía todos amargueaban durante media hora, casi siempre en silencio, un silencio que era como un manso reproche al cansancio de la jornada. Comíamos escuchando la radio. CW 41 la mayoría de las veces. En ocasiones Clarín o Carve. Para ahorrar batería, la televisión se reservaba para la noche. Después del almuerzo era obligatoria la siesta, aunque la mayoría de las veces yo prefería cambiarla por una excursión por los montes, honda en mano. Hoy me arrepiento de haber matado pájaros de esa manera. Con gusto organizaría alguna charla o seminario dedicado a niños con esta abominable costumbre... porque ese es uno de los recuerdos más torturantes que me quedan de aquellos días felices. El sábado vendrían los vecinos, el Pelado Acosta, el tuerto Mascheroni, el tío Alfredo y mis padres. Era el día de la carneada. Se madrugaba para terminar el ordeñe bien temprano y quedar ya libres para el resto de las faenas. Lo primero era traer el ternero que sería faenado junto con el chancho. Recuerdo una vez en la que resultó realmente penosa esta labor... La vaca madre se llamaba Estrella, nombre que había obtenido gracias a una peculiar mancha en el costado. El animal sabía, presumo que por los preparativos, lo que ocurriría con su hijo. No había manera de separarlos y mi abuelo debió ensillar el caballo (el Sueño o el Malevo) para llevarse a la cría al potrero más chico y enlazarlo. Los mugidos de Estrella nunca se me borrarán de la memoria. Presenció la muerte del ser que había engendrado desde el otro lado del alambrado y, a la manera vacuna, lloró y murió también un poco. Con el chancho el tema era bien distinto. No había allí madre alguna para velar o lamentarse por él. Yo me escondía siempre en el dormitorio para no escuchar los gritos y la agonía. Creo que tenía miedo de que el animal se retobara y empezara a dar dentelladas para cualquier lado. Me parecía peligroso eso que hacían los hombres. Era otro mundo. FOTO: primer plano, tranquera principal del campo de mis abuelos. A lo lejos, los árboles que rodeaban los ranchos y los galpones (que ya no están). A un costado, mi sombra, 27 años después.

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